Los biomarcadores se han convertido en una de las grandes promesas de la medicina personalizada y de precisión: señales medibles en el organismo que permiten anticipar riesgos, afinar diagnósticos, predecir evolución y escoger el tratamiento más adecuado para cada persona. Sin embargo, entre el hallazgo en el laboratorio y su uso real en hospitales y centros de salud existe un tramo largo, costoso y lleno de obstáculos.

Ese “valle” de la transferencia fue el eje de la jornada Del laboratorio al paciente: el complejo camino de los biomarcadores hasta el sistema sanitario, impulsada por la Red de Enfermedades Inflamatorias (Ricors-REI) en el Hospital Clínico San Carlos.

La conclusión compartida por los ponentes fue muy clara: publicar evidencia científica no basta. La investigación biomédica sólo culmina cuando ese conocimiento se transforma en herramientas aplicables, con garantías regulatorias, financiación viable y circuitos asistenciales preparados para incorporarlas. Y, en ese trayecto, la colaboración entre ciencia, industria y sistema sanitario resulta imprescindible, igual que integrar desde el inicio la perspectiva de pacientes y profesionales que detectan necesidades no cubiertas.

Por qué tarda tanto en llegar al paciente

A diferencia de un descubrimiento que se valida en un entorno controlado, un biomarcador que pretende incorporarse a la práctica clínica debe demostrar que es útil, reproducible y aplicable en escenarios reales. Eso implica estudios multicéntricos, métodos de medición estandarizados, evidencia de impacto clínico y, cada vez más, pruebas de eficiencia y coste-efectividad. Es decir, no sólo importa que el biomarcador “funcione” en términos científicos, sino que ayude a tomar mejores decisiones sanitarias sin generar inequidades ni sobrecargar el sistema.

En la jornada, el coordinador de la Ricors-REI, Luis Rodríguez Rodríguez, lo resumió como una necesidad de “modelos de retorno” que permitan que el conocimiento vuelva al sistema sanitario más rápido. En su visión, el proceso habitual —reclutar pacientes, extraer conclusiones, publicar y volver a empezar— necesita mecanismos que conviertan la evidencia en implementación.

La dificultad se multiplica cuando entran en juego requisitos regulatorios. La normativa europea de diagnóstico in vitro (IVD) ha incrementado las exigencias para obtener el marcado CE, imprescindible para comercializar tests diagnósticos en la Unión Europea. A esto se añade un reto menos visible pero decisivo: la formación de profesionales para interpretar resultados y utilizarlos correctamente, evitando que una herramienta potente se convierta en una fuente de confusión o variabilidad clínica.

3.000 pacientes monitorizados

Para ilustrar ese recorrido, la inmunóloga Luisa María Villar (Hospital Universitario Ramón y Cajal) expuso el caso de un biomarcador utilizado para evaluar daño axonal en esclerosis múltiple, la cadena ligera de neurofilamentos (sNfL). Identificado inicialmente en líquido cefalorraquídeo, la investigación mostró que sus niveles se correlacionaban con la inflamación y, además, predecían la evolución de la discapacidad y la respuesta a tratamiento.

La paradoja llegó después: pese a la abundancia de publicaciones, llevarlo a la clínica en forma de test de diagnóstico in vitro no fue inmediato. Villar describió una exigencia frecuente en el entorno real: se piden guías clínicas y bibliografía consolidada, aunque el biomarcador sea relativamente reciente, lo que puede bloquear la incorporación durante años.

Tras un estudio multicéntrico y el trabajo de convencer a gestores sanitarios de su potencial para mejorar eficiencia al personalizar tratamientos, se autorizó su uso en el sistema de salud madrileño. En la actualidad, en Madrid se monitoriza con este biomarcador a alrededor de 3.000 pacientes.

Emprendimiento y codesarrollo con pacientes

El encuentro también miró hacia el papel de la empresa y la inversión en transferencia. Alexandre de la Fuente, vinculado a innovación y emprendimiento, planteó una autocrítica habitual en el entorno científico: a veces se “genera ciencia de más” sin convertirla en soluciones reales, en parte porque los modelos de evaluación académica priorizan ciclos cortos de publicación frente a proyectos a largo plazo. Defendió el codesarrollo: que clínicos, investigadores, empresas y pacientes se sienten desde el inicio para definir un producto viable y útil, evitando desarrollos brillantes que no pueden implementarse.

Desde la óptica de la financiación, el emprendedor Mario Grande insistió en la necesidad de equipos multidisciplinares (ciencia, economía, regulación) y en que una buena idea no se transfiere sola: hay que saber traducirla a un producto que encaje en necesidades reales y sea fabricable e integrable.

En paralelo, la propiedad intelectual e industrial apareció como un “puente” clave para proteger resultados, atraer inversión y asegurar que la innovación llega a convertirse en herramienta clínica. Santiago Cuenco, experto en la Oficina de Transferencia del Conocimiento del IdISSC, explicó que patentar exige validación en entornos relevantes y métodos estables, especialmente en biomarcadores, donde la reproducibilidad lo es todo.