En España, los menores pasan cada vez más tiempo frente a las pantallas. Según datos de la Gasol Foundation, el uso semanal de dispositivos electrónicos ha aumentado en más de 11 horas desde 2019. En paralelo, el estudio ‘El dilema digital: La infancia en una encrucijada’, elaborado por la plataforma de seguridad digital Qustodio, señala que el tiempo en redes sociales ha crecido de forma significativa entre 2020 y 2024: un 59% en TikTok (de 65 a 103 minutos diarios) y un 38% en Instagram (de 63 a 87 minutos diarios). En medio de esta tendencia, hay determinados contenidos que han cobrado fuerza. Estos son los vídeos cortos, notificaciones constantes y recompensas inmediatas, que acostumbran a los más pequeños a un ritmo mental acelerado, dificultando su capacidad para concentrarse, gestionar emociones o mantener interacciones profundas.

Precisamente, este uso prolongado y acelerado de contenidos digitales veloces y llamativos está afectando a su capacidad de atención, su tolerancia a la frustración y la calidad de sus relaciones sociales. Es lo que se conoce como “efecto popcorn brain”, un término acuñado en 2011 por el investigador David Levy (Universidad de Washington) que describe un estado mental caracterizado por una atención intermitente y pensamientos que saltan de un estímulo a otro con rapidez, como si fueran palomitas estallando. Según advierte Gloria R. Ben, psicóloga experta de Qustodio: “Cuanto más rápido y personalizado es el contenido, más difícil resulta desconectar. El problema es que este hábito no se queda solo en las pantallas, sino que afecta a su capacidad para concentrarse, esperar y relacionarse con los demás”.

Consecuencias cognitivas, emocionales y sociales

Los efectos del popcorn brain se manifiestan en varios planos. A nivel cognitivo, se observa una menor capacidad de concentración sostenida y dificultades para mantener la atención en tareas largas o complejas. En el plano emocional, se asocia a una baja tolerancia a la frustración y a una mayor impaciencia cuando los resultados no son inmediatos.

También impacta en el modo en que los menores se relacionan entre sí. “Cuando nos acostumbramos a cambios constantes y estímulos breves, disminuye la capacidad de escucha y se debilitan las conversaciones profundas”, señala R. Ben. “Incluso cuando están físicamente juntos, muchos adolescentes interactúan más a través del móvil que cara a cara, lo que puede hacer que sus vínculos sean más frágiles”.

¿Qué pueden hacer las familias?

Frente a este fenómeno, Qustodio insiste en la importancia de acompañar, no prohibir. Es decir, educar en un uso equilibrado de la tecnología, desde la comprensión y el ejemplo. Entre las recomendaciones para las familias, destacan:

  • Limitar el tiempo de uso de pantallas y supervisar los contenidos.
  • Fomentar actividades sin recompensa inmediata, como leer, jugar, hacer deporte o manualidades.
  • Hablar sobre el uso de Internet y sus efectos emocionales.
  • Establecer horarios y espacios sin pantallas, especialmente en momentos clave como las comidas o antes de dormir.
  • Dar ejemplo: los adultos también deben saber desconectar y mostrar un uso saludable de la tecnología.

“Si entendemos el atractivo que tiene la tecnología para ellos y les acompañamos con empatía, en lugar de imponer prohibiciones, podemos ayudarles a recuperar su capacidad de atención y de conexión real con el mundo”, concluye Gloria R. Ben.