En la última década, y especialmente tras la irrupción de la COVID-19, la salud mental ha pasado de la sombra al primer plano del debate social. Lo que antes se vivía en silencio y con vergüenza, hoy ocupa titulares, conversaciones familiares y agendas políticas. Sin embargo, ese avance aún es desigual. Así lo advierte el psiquiatra Guillermo Lahera, quien analiza tanto las luces como las sombras de este “boom” de la salud mental.
Según Lahera, la pandemia actuó como un catalizador global: “Hemos visto un aumento en la prevalencia de algunos trastornos, sobre todo ansiedad, insomnio y depresión”. La incertidumbre, el aislamiento y el impacto socioeconómico actuaron como detonantes, dejando al descubierto una realidad que llevaba años gestándose. Pero, además del incremento de casos, la COVID cambió la forma en la que entendemos el bienestar psicológico. Asuntos antes considerados tabú, como reconocer un episodio depresivo o pedir ayuda profesional, se han normalizado. “Esto ha tenido elementos muy positivos porque se ha validado el sufrimiento de muchas personas y se ha reducido el estigma”, afirma el experto.
Aun así, Lahera subraya que la reducción del estigma avanza a distintas velocidades. Mientras que ansiedad, depresión o conducta suicida empiezan a abordarse con mayor apertura, otros diagnósticos siguen envueltos en silencio social. “La esquizofrenia, los trastornos psicóticos o el trastorno bipolar continúan siendo enfermedades de las que la gente no suele hablar, todavía un poco vergonzantes”, lamenta. Una desigualdad que alimenta la discriminación y complica la recuperación de quienes viven con trastornos graves.
El especialista recuerda que la salud mental no es solo un tema clínico, sino un asunto de calidad de vida. La depresión, por ejemplo, “tiene una gran carga de discapacidad”, y aparece con frecuencia asociada a enfermedades médicas crónicas, mermando no solo el estado emocional, sino también la capacidad funcional y la adherencia a tratamientos.
Ante este panorama, Lahera propone una hoja de ruta clara: impulsar de nuevo la reforma psiquiátrica, fortalecer la red sociocomunitaria y garantizar apoyos esenciales para los pacientes más vulnerables. La vivienda, el empleo, la formación y el acompañamiento social se vuelven piezas clave para una recuperación real. A ello se suma la necesidad de reforzar la atención primaria —puerta de entrada al sistema sanitario— y apostar decididamente por la investigación, que permitirá desarrollar abordajes más eficaces y personalizados.
La salud mental importa. Importa por su impacto en la vida diaria, en las relaciones, en la productividad, en la cohesión social. Importa porque no hay bienestar posible sin equilibrio emocional. El mensaje es claro: cuidar la mente transforma vidas, y hacerlo requiere compromiso social, recursos suficientes y un esfuerzo colectivo para derribar los estigmas que aún persisten.