Durante años, he acompañado a personas que, tras una vida marcada por el tabaquismo, han acabado necesitando oxigenoterapia domiciliaria. Ver cómo una enfermedad respiratoria crónica progresa hasta hacer imprescindible el uso de un concentrador de oxígeno no deja indiferente a nadie. Pero lo que más me impacta, aún hoy, no es tanto la dependencia del oxígeno, sino la profunda transformación emocional que ello implica: miedo, dependencia, pérdida de autonomía, duelo vital. Lo que fue un gesto habitual —respirar— deja de ser espontáneo y se convierte en algo que necesita soporte. Una necesidad tan básica, mecanizada.

Este punto de inflexión marca el inicio de una nueva etapa para el paciente y su entorno. Pero también representa una oportunidad para reflexionar, como sociedad y como sistema sanitario, sobre todo lo que podríamos haber hecho antes para evitar llegar hasta ahí.

El impacto real del tabaquismo

La enfermedad pulmonar obstructiva crónica, conocida como EPOC, es la principal causa de indicación de oxigenoterapia en el domicilio. Su relación con el consumo de tabaco es directa: aproximadamente el 80–90 % de los casos en adultos están relacionados con la exposición prolongada al humo del tabaco. Sin embargo, a menudo, los síntomas iniciales pasan desapercibidos o se normalizan: una tos persistente, una sensación de ahogo al subir escaleras, una fatiga que se atribuye a la edad. Hasta que un día, el paciente necesita ayuda para respirar incluso en reposo.

La evolución hacia una insuficiencia respiratoria crónica es muchas veces silenciosa, y eso la hace aún más cruel. La enfermedad progresa, y cuando el oxígeno se prescribe, el mensaje para el paciente es claro: la enfermedad está muy evolucionada.

Una terapia eficaz… que llega tarde

La oxigenoterapia prolonga la vida y mejora significativamente la calidad de quienes la necesitan. No hay duda: su eficacia está ampliamente respaldada por décadas de evidencia clínica. Pero también implica desafíos complejos. En el plano técnico, requiere formación, control y adherencia. En el plano emocional, exige aceptar una limitación crónica, visible, que transforma la dinámica familiar y la percepción del propio cuerpo.

Como profesional, he sido testigo de cómo la incorporación del tratamiento en el domicilio genera, al mismo tiempo, alivio y angustia. Alivio, porque mejora los síntomas. Angustia, porque confronta al paciente con la magnitud del daño.

Por eso, cuando hablamos de oxigenoterapia domiciliaria, no debemos pensar solo en la parte asistencial. Hay una dimensión profundamente humana que también debemos acompañar: la gestión del cambio, del miedo, de la dependencia.

Y si actuamos antes…

Las enfermedades respiratorias crónicas se pueden detectar antes, se pueden abordar antes. El tabaquismo, además, sí se puede prevenir y tratar. Aquí es donde tenemos mucho camino por recorrer.

Como sistema, debemos priorizar la promoción de la salud respiratoria desde edades tempranas, el abandono del tabaco desde la primera oportunidad de contacto con el sistema sanitario, y el uso sistemático de pruebas de función pulmonar como la espirometría en atención primaria. No deberíamos aceptar que un paciente llegue a los 65 años con una EPOC grave y sin haber realizado nunca una espirometría.

Además, debemos seguir formando a los profesionales que están en primera línea —médicos, enfermería, fisioterapia respiratoria— en el abordaje integral del tabaquismo y en la identificación precoz de signos de deterioro respiratorio. La prevención y el diagnóstico temprano salvan vidas, salvan tiempo y salvan sufrimiento.

Una mirada desde el domicilio

Cuando una persona recibe oxigenoterapia en casa, no solo necesita un equipo que funcione. Necesita confianza, formación, seguimiento. La atención domiciliaria no solo es una extensión de la hospitalaria, es una práctica con entidad propia. Y quienes la ejercemos, sabemos que implica mucho más que instalar un dispositivo. Implica conocer a la persona, su entorno, su capacidad de adaptación, sus barreras sociales, su motivación.

El domicilio, de hecho, nos da una información valiosísima: cómo vive el paciente, qué apoyo tiene, qué miedos expresa, cómo se enfrenta a su tratamiento. A menudo, esa información nos permite detectar otras necesidades no cubiertas: desde soledad no deseada hasta dificultades cognitivas o económicas que condicionan su adherencia.

Este modelo de atención nos recuerda que las terapias deben adaptarse a la vida cotidiana del paciente y su familia, no al revés. Y que la tecnología, por sí sola, no transforma la vida de las personas si no va acompañada de escucha, seguimiento, criterio clínico y humanización de la asistencia sanitaria.

La oxigenoterapia domiciliaria es un tratamiento vital, sí. Pero debería ser siempre un último recurso, no un destino común. Tenemos la capacidad de evitar que muchas personas evolucionen a este punto si actuamos antes: con prevención, con formación, con visión de salud pública.

Ojalá llegue el día en que necesitemos menos oxígeno domiciliario porque hemos conseguido reducir los daños respiratorios derivados del tabaco. Hasta entonces, seguiremos cuidando, educando y acompañando. Porque a veces, la mejor tecnología es la que llega a tiempo. Y la mejor intervención, la que nunca tiene que hacerse.

Autora:

Sandra Vañes

Médica especialista en Medicina de familia, Neumología y Nutrición Clínica. Directora Médica en Linde Médica.